Unos 28 días separaban a la guitarra de su músico. La dejó una tarde perfectamente guardada y segura en la habitación que la vio nacer, crecer y crear.
Sucedió unos días antes de la cruel separación que el músico andaba en una de sus habituales giras musicales por los subtes, y se quedó encantado con la muchacha más linda de todos los viajes.
La muchacha, joven y fresca, de rizos dorados y ojos marrones quedó enamorada de la transparencia de la voz del músico, y cuando terminó el primer tema le regaló su mejor sonrisa.
En aquella ocasión, el músico tocó más temas de los acostumbrados, y al terminar se acercó a la muchacha, le dio una tarjeta con su número de teléfono y una leyenda que decía “soy músico y quiero cantarle a tu alma”.
Una semana más tarde el músico y la muchacha emprendieron un pequeño viaje de amor, sin tarjetas, sin música y sin guitarra.
Y una vez más la guitarra quedó invernando. Ella ya lo sabía: pasarían algunos días, si era muy fuerte quizás un par de semanas, hasta que las manos del músico volvieran a acariciarla.
La guitarra ya lo sabía y el músico también. Las únicas que siempre parecían no querer saber eran las muchachas.
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