Emmanuel esperaba todos los días el colectivo en la avenida principal. Al otro lado de la calle se encontraba un viejo edificio que tenía en su vereda dos grandes árboles.
Pasaba los 20 minutos de espera del colectivo observando los dos árboles, se preguntaba por qué sus hojas teñidas de grises seguían sin caerse, tan avanzado el otoño.
Él estaba seguro que era el único que les prestaba atención, como también estaba seguro que era el único que había observado, de entre todos los empleados que salían de las oficinas del viejo edificio, a dos en particular.
Salían juntos pero casi sin hablar. Se miraban sonrientes, se saludaban amistosamente en la puerta y se iban cada uno para un lado diferente. Siempre parecía que alguno de los dos quería decir algo, pero nunca decían nada.
Pasó el otoño y pasó el invierno, el colectivo pasaba casi siempre a la misma hora, y los árboles seguían de pie con una majestuosidad que los hacía parecer invencibles.
Un día de septiembre, después que las oficinas del viejo edificio se desocuparon, salieron los dos jóvenes. Conversaban y sonreían, y tenían esa aura que envuelve a las personas en primavera.
Llegaron a la puerta, se saludaron amistosamente como todos los días y se fueron cada uno para su lado. La muchacha se detuvo al pasar el segundo árbol, se dio vuelta y llamó al muchacho por su nombre. Él joven caminaba hacia ella cuando llegó el colectivo.
Los árboles tenían ya todas las hojas verdes, y hacía como un mes que el colectivo había adelantado su recorrido unos quince minutos. Emmanuel no pude saber qué había sucedido con los dos oficinistas.
Una noche de semana, cuando las calles de la ciudad empezaron a llenarse de hojas secas y los árboles majestuosos se tiñeron nuevamente de grises, Emmanuel los cruzó caminando por la peatonal, iban tranquilos y sonrientes, iban tomados de la mano.
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